domingo, 23 de noviembre de 2008

Sajones, vikingos y normandos: Svein, el del caballo Blanco

Titulo: Svein, el del Caballo Blanco

Titulo original: The Pale Horseman

Serie/colección: Sajones, Vikingos y Normandos

Autor: Bernard Cronwell

Portada: Iborra

Traducción: Libertad Aguilera

Edición: Edhasa ISBN: 84-350-6139-1


Esta vez no ha sido necesario pasar a ver a nuestro librero preferido en su "Casona" de Avilés, es nuestro buen amigo "Koldo" quien me pasa unos libros entre los que destaca: "Svein, el del Caballo Blanco. Sajones, vikingos y normandos", donde seguir descubriendo las andanzas y aventuras de "Uthred" entre estos pueblos de la Inglaterrra a finales del siglo IX, cuando está a punto de ser derrotado lo que queda del último reino inglés.

Con “Svein, el del Caballo Blanco”, el británico Bernard Cornwell nos presenta la segunda parte del ciclo “Sajones, Vikingos y Normandos”, que ya comenzara con “Northumbria, el Último Reino”.

Tiempo convulso, donde las luchas a fuego y espada son el reflejo de esta sociedad violenta en la que se forjan las naciones de la actual Europa. Nuestro protagonista se debate en su juventud entre permanecer fiel al rey Alfredo el Grande de Wessex, al que no tiene mucho afecto por ser un auténtico "meapilas" o buscar sus propios intereses, recuperar sus tierras al norte por cualquier medio. Pero para saber más debes hacer la tarea y pasarte con el libro un par de tardes y mañanas, no seré yo el que te desvele el final.

En esta segunda parte hemos disfrutado con el ágil estilo de Cornwell al vernos transportados al campo de batalla, mantenienque es capaz de trasladar al lector su sentido de la aventura y la épica. El autor es capaz de hacer un equilibrio estupendo entre la acción y la descripción para mantener constado el escudo con el brazo izquierdo para proteger a nuestro amigo de la izquierda y a la vez defendernos con nuestras armas de los que tenemos enfrente. Cornwell no nos machaca con conocimientos históricos detallados , si no que prima en él la necesidad de la aventura enmarcad a en su contexto, nos traslada al escenario de la acción y nos permite estar inmersos en ella.

Interesante el punto de vista que el autor le pone a la lucha por la tierra, como la constante duda entre el paganismo y la religión católica que promete una paz un tanto "especial", quizás peque de un protagomismo épico nuestro "Uhtred", pero entre el y "Ragnar" se dilucida buena parte de los temas interesantes y el resto de la acción la resuelven correctamente personajes secundarios que nos hagan creible y transitable la aventura.

La forma en que Bernard Cornwell realiza esta segunda entrega de "Northumbria, el último reino" está en la línea de todos los clásicos y que personalmente creo que inició con "Stonehenge" (2000) articulando una historia sobre el pasado de Inglaterra y de manera particular de "Essex" donde vivió su infancia.

Sus personajes son de fácil asimilación y recuerdo, seriamente descritos y de fácil identificación como el pagano Uthred o el cristiano Alfredo y sus monjes. Todos ellos inmersos con acierto en un contexto belico donde los pueblos del norte desean terminar con los restos del reeino anglo-sajón.
Recomendable para aproximarnos a esta época histórica y de gran similitud con los orígenes del "reino de Asturias" y nuestras propias luchas con los pueblos venidos del norte.

Nota: Con algo más de tiempo les pondré un extracto del capítulo en donde el enfrentamiento en el muro de escudos es impresionante.

Texto del autor:

El padre Beocca se colocó junto a los estandartes de Alfre­do, con las manos levantadas en oración. Yo estaba en fren­te de los estandartes, con Steapa a la derecha y Pyrlig a la izquierda.
–¡Arroja fuego sobre ellos, oh, Todopoderoso! –aullaba Beocca–. ¡Arroja fuego sobre ellos y derrótalos! Castígalos por todas sus iniquidades. –Tenía los ojos bien cerrados y el ros­tro levantado hacia la lluvia, así que no vio a Alfredo galopar hasta nosotros otra vez y abrirse paso entre nuestras filas. El rey seguiría montado para ver qué ocurría, y Leofric y una docena más de hombres también irían a caballo para poder proteger a Alfredo con sus escudos, hachas y lanzas.
–¡Adelante! –se desgañitó Alfredo.
–¡Adelante! –repitió Leofric porque el rey estaba ya ronco.
Nadie se movió. Correspondía a Osric y a sus hombres comenzar el avance, pero los hombres siempre se muestran reacios a enfrentarse contra un muro de escudos enemigo. Ayuda estar borracho. He estado en batallas en que ambas partes avanzaban a trompicones apestando a vino de abedul y cerveza, pero nosotros no teníamos nada de aquello: había que invocar nuestro coraje desde corazones sobrios y no nos quedaba demasiado en aquella fría mañana.
–¡Adelante! –rugió de nuevo Leofric, y esta vez Osric y sus comandantes repitieron el grito y los hombres de Wiltunscir arrastraron los pies unos cuantos pasos hacia delante. El table­teo de los daneses al cerrar filas y formar su muro, su skjald­borg, frenó el avance. Así llaman los daneses al muro, el skjaldborg o fuerte de escudos. Los daneses se burlaron a grito pelado, y dos de sus guerreros más jóvenes salieron de la fila para mofarse e invitarnos a un duelo–. ¡Quedaos en el muro! –aulló Leofric.
¡No les hagáis caso! –bramó Osric.
Bajaron unos jinetes del fuerte, quizás un centenar, y trotaron tras el skjaldborg formado por los guerreros de Svein y los sajones de Wulfhere. Svein se unió a los jinetes. Vi su caballo blanco, la blanca capa, y el blanco penacho de cola de caballo. La presencia de los jinetes me indicó que Svein espe­raba que nuestra línea se rompiera, y quería perseguir a nuestros fugitivos del mismo modo en que sus jinetes habían aca­bado con los britanos desbandados de Peredur en Dreyndynas­. Los daneses estaban cargados de confianza, y así debía ser, pues nos superaban en número y eran todos guerreros, mien­tras que nuestras filas estaban formadas por hombres más acos­tumbrados al arado que a la espada.
-¡Adelante! -gritó Osric. Su fila se movió, pero no avanzó más de un metro.
La lluvia me goteaba desde el borde del casco. Corría por dentro de la visera, se metía dentro de la cota de malla y baja­ba en hilillos hasta mi pecho y estómago.
-¡Dales fuerte, Señor! -gritaba Beocca-. ¡Mátalos sin pie­dad! ¡Destrózalos!
Pyrlig rezaba, o eso me parecía, porque hablaba en su pro-pía lengua, pero le oí repetir la palabra duw una y otra vez, y sabía, por Iseult, que duw era la palabra britana para dios. Etel­woldo estaba detrás de Pyrlig. En teoría debía estar detrás de mí, pero Eadric había insistido en protegerme la espalda, de modo que Etelwoldo cubriría a Pyrlíg. No dejaba de hablar, intentando disimular su nerviosismo, y me volví hacia él.
-Mantén el escudo arriba -le dije.
-Ya lo sé, ya lo sé.
-Le proteges la cabeza a Pyrlig, ¿lo entiendes?
-¡Ya lo sé! -Le irritaba el consejo-. Ya lo sé -repitió iras­cible.
-¡Adelante! ¡Adelante! -gritó Osric. Como Alfredo, iba montado y recorría la fila de arriba abajo, espada en mano, y pensé que atizaría con gusto a sus hombres con la hoja para hacerles avanzar. Avanzaron unos cuantos pasos, los escudos daneses volvieron arriba, la madera de tilo emitió un ruido seco al formar el skjaIdborgy nuestra fila volvió a titubear. Svein y sus jinetes estaban ahora en el flanco más alejado, pero Osric había situado a un grupo de guerreros escogidos en aquel lugar, listos para guardar el extremo abierto de su fila.
–¡Por Dios! ¡Por Wíltunscir! –rugió Osric–. ¡Adelante!
Los hombres de Alfredo estaban a la izquierda del fyrd de Osric, donde nuestro muro se doblaba ligeramente hacia atrás, listos para recibir el esperado ataque por el flanco desde el fuerte. Avanzamos con bastante diligencia, pero nosotros éra­mos casi todos guerreros, y sabíamos que no podíamos ade­lantarnos a las inquietas tropas de Osric. Casi pisé un agujero en el suelo donde, increíblemente, había tres lebratos agacha­dos y temblando. Los miré y confié en que los hombres detrás de mí evitaran pisarlos, pero sabía que no podrían evitarlo. No sé por qué las liebres dejan a sus crías a cielo abierto, pero lo hacen, y allí estaban, tres pulcros lebratos en un hueco en las colinas, sin duda las primeras víctimas en morir en aquel día de viento y lluvia.
–¡Gritadles! –bramó Osric–. ¡Decidles que son unos cabro­nes! ¡Llamadlos hijos de puta! ¡Decidles que son mierda del norte! ¡Gritadles! –Sabía que ésa era una manera de poner a los hombres a andar. Los daneses nos gritaban, nos llamaban mujeres, nos decían que no teníamos valor, y nadie de nues­tras filas les devolvía los insultos, pero los hombres de Osric empezaron entonces, y la lluvia se llenó del estrépito de armas golpeando escudos y exabruptos de los sajones.
Me había colgado a Hálito-de-serpiente a la espalda. En la refriega, es más fácil desenvainar desde el hombro que desde la cadera, y el primer golpe puede ser así despiadado. Lleva­ba a Aguijón-de-avispa en la mano derecha. La espada corta, de recia hoja, era adecuada para clavar y, en la prensa de hom­bres que se enfrenta a un muro de escudos enemigo, una espa­da corta puede hacer más daño que una larga. Sostenía el escudo, recubierto de hierro por el borde, con el antebrazo izquierdo, mediante dos cinchas de cuero. El escudo llevaba una embozadura de metal del tamaño de la cabeza de un hom­bre, un arma en sí misma. Steapa, a mi derecha, iba armado con una espada larga, no tan larga como aquella con la que se había enfrentado a mí en Cippanhamm, pero aun así una hoja contundente, aunque en su manaza parecía casi ridícu­la. Pyrlig cargaba con una lanza para jabalíes, corta, recia y de hoja ancha. Repetía la misma frase una y otra vez.
–Ein tad, yr hyt yn y nefoedd, sancteiddier dy enw. –Más tar­de supe que era la oración que Jesús había enseñado a sus dis­cípulos. Steapa murmuraba que los daneses eran unos cabrones.
–Cabrones –decía, y después–: Que Dios me ayude, cabro­nes. –Una y otra vez, una y otra vez–. Cabrones, que Dios me ayude, cabrones. –Yo tenía la boca demasiado seca para hablar, el estómago revuelto y las tripas sueltas.
–¡Adelante! ¡Adelante! –gritaba Osric, y avanzamos arras­trando los pies, con los escudos juntos, y ya se veían los ros­tros enemigos. Vimos las barbas descuidadas, los gruñidos de dientes amarillos, las cicatrices en las mejillas, la piel marca­da y las narices rotas. Mi visera sólo me permitía mirar hacia delante. A veces es mejor pelear sin protección facial, para ver los ataques desde todas partes, pero en el choque del muro de escudos la visera resulta muy útil. El casco estaba, además, forrado de cuero. Las flechas salieron disparadas desde las filas danesas. No tenían demasiados arqueros, y los proyecti­les se desperdigaron, pero levantamos los escudos para pro­teger nuestros rostros. Ninguna llegó cerca de mí, aun así retrocedimos hacia atrás y doblamos la fila para observar las murallas verdes de la fortaleza, hasta arriba de hombres, com­pletamente llenas de daneses de espada, y por fin pude ver el estandarte del ala de águila de Ragnar allí; me pregunté qué ocurriría si me encontraba cara a cara con él. Vi las hachas, lanzas y espadas, las hojas en busca de nuestras almas. La lluvia repiqueteaba sobre cascos y escudos.
La fila se detuvo de nuevo. El muro de escudos de Osric y el skja1dborg de Svein estaban separados sólo por veinte pasos, y los hombres veían a sus enemigos inmediatos, veían el ros­tro del hombre que debían matar o del que los mataría. Ambas facciones gritaban, escupían ira e insultos, y los lanceros arro­jaron sus primeros proyectiles.
–¡Manteneos juntos! –gritó alguien.
–¡Que los escudos se toquen!
–¡Dios está con nosotros! –gritó Beocca.
–¡Adelante! –Otros dos pasos, aunque era más un arrastrar de pies que pasos.
–Cabrones –dijo Steapa–. Que Dios me ayude, cabrones.
–¡Ahora! –gritó Osric–. ¡Ahora! ¡Adelante, adelante, matad­los! ¡Adelante y matadlos! ¡Vamos, vamos, vamos! –Y los hom­bres de Wiltunscir se lanzaron. Emitieron un aterrador grito de guerra, tanto para animarse ellos como para asustar al ene­migo, y de repente, después de tanto rato, el muro de escu­dos avanzó deprisa, entre aullidos humanos; las lanzas llega­ron desde la fila danesa, nuestras propias lanzas fueron arrojadas, y entonces llegó el fragor, el auténtico sonido atro­nador en una batalla, cuando el muro de escudos choca con­tra el skja1dborg. El impacto de la colisión sacudió al comple­to nuestra fila, de modo que incluso mis tropas, que aún no estaban enzarzadas, se tambalearon. Oí los primeros gritos, el entrechocar de armas, los golpes del metal despedazando madera de escudo, los gruñidos de los hombres, y entonces vi a los daneses salir de las verdes murallas, una marea de dane­ses cargando contra nosotros, con la intención de romper el flanco de nuestro ataque, pero ése era el motivo por el que Alfredo nos había puesto a la izquierda de Osric.
–¡Escudos! –rugió Leofric.
Alcé el escudo, lo coloqué en posición entre el de Steapa y el de Pyrlig, y me agaché para recibir la carga. Con la cabeza gacha y el cuerpo protegido por la madera, las piernas falcadas y Aguijón-de-avispa lista. Tras nosotros y a nuestra dere­cha los hombres de Osric luchaban. Olía a sangre y a mierda. Ésos son los olores de la batalla. Entonces olvidé la lucha de Osric porque la lluvia me daba en la cara, y los daneses baja­ban a todo correr, sin muro, una carga presa del frenesí, deci­dida a ganar la batalla en un furioso asalto. Había cientos de ellos, y nuestros lanceros arrojaron sus armas.
–¡Ahora! –grité, dimos un paso al frente para recibir la car­ga, y un danés me aplastó el brazo contra el pecho, escudo contra escudo, él me asestó un hachazo hacia abajo y yo embes­tí con Aguijón-de-avispa hacia delante, por detrás de su escu­do, en su flanco, y su hacha se clavó en el escudo de Eadric, que me protegía la cabeza. Retorcí a Aguijón-de-avispa, la libe­ré y volví a hincársela. Su aliento fétido olía a cerveza. El ros­tro era una mueca. Liberó el hacha. Metí otro tajo y retorcí la punta del sax cuando choqué con malla o hueso, no sabría decir qué–. Tu madre era un pedazo de mierda de cerdo –le dije al danés, él gritó con rabia e intentó hundirme el hacha en el casco, pero yo me agaché y empujé, Eadric me protegió con el escudo, Aguijón-de-avispa se pringó de sangre, cálida y pegajosa, y rajé hacia arriba.
Steapa gritaba incoherentemente, metía tajos a diestro y siniestro, y los daneses lo evitaban. Mi enemigo dio un tras­piés, cayó de rodillas y le aticé con la embozadura del escudo, rompiéndole nariz y dientes, después le hinqué mi sax en la boca ensangrentada. Otro hombre ocupó su lugar inmedia­tamente, pero Pyrlig le hundió la lanza para jabalíes en el vien­tre al recién llegado.
¡Escudos! –aullé, y Steapa y Pyrlig alinearon los suyos ins­tintivamente con el mío. No tenía ni idea de lo que ocurría en ninguna otra parte de la colina. Sólo de lo que quedaba al alcance de Aguijón-de-avispa.
-¡Uno atrás¡ ¡Uno atrás! –gritó Pyrlig, y dimos un paso atrás para que los siguientes daneses que ocuparan el lugar de los heridos o muertos tropezaran con los cuerpos caídos de sus camaradas; después dimos otro paso adelante cuando llega­ron, para recibirlos al perder el equilibrio. Ésa era la mane­ra de hacerlo, el arte del guerrero, y nosotros, como la fuer­za de choque de Alfredo, éramos sus mejores guerreros. Los daneses habían cargado contra nosotros a lo bruto, sin moles­tarse en cerrar los escudos convencidos de que se bastarían con su furia para superarnos. También los había atraído la visión de los estandartes de Alfredo y la certeza de que, si aque­llas banderas gemelas caían, la batalla estaría prácticamente ganada; pero su asalto tropezó con nuestro muro de escu­dos como un océano contra un acantilado, y allí se rompió en pedazos. Dejó hombres en el suelo y sangre en la hierba, y por fin los daneses formaron un muro como es debido y llegaron a nosotros con ritmo más constante.
Oí alinearse los escudos enemigos, vi los ojos enloquecidos de los daneses por encima de los bordes redondos, sus mue­cas al reunir fuerzas. Entonces gritaron y vinieron a por no­sotros.
–¿Ahora! –grité, y empujamos hacia delante para recibirlos.
Los muros de escudos chocaron. Eadric estaba a mi espal­da, empujándome hacia delante, y el arte de la batalla con­sistía ahora en mantener un espacio entre mi cuerpo y mí escudo con un brazo izquierdo fuerte, y después clavar a Agui­jón-de-avispa por debajo del escudo. Eadric podía luchar por encima de mi hombro con la espada. Yo tenía espacio a la derecha porque Steapa era zurdo, lo que significaba que car­gaba el escudo con el brazo derecho, y lo fue apartando poco a poco de mí para tener espacio y poder atacar con su espa­da larga. Aquel agujero, que no era mayor que un pie de hom­bre, suponía una invitación para los daneses, pero les asusta­ba Steapa y ninguno intentó colarse por el pequeño hueco. Su altura lo hacía destacar, y su craneo de piel estirada lo volvía temible. Aullaba como un ternero al que estuvieran degollando, mitad berrido, mitad agresividad, invitando a los dane­ses a venir y morir. Se negaban. Habían aprendido el peli­gro que suponíamos Pyrlig, Steapa y yo, y se mostraban cautelosos. En el resto del muro de escudos de Alfredo había hombres muriendo y gritando, espadas y hachas que sonaban como campanas, pero ante nosotros los daneses retrocedían y sólo nos azuzaban con lanzas para mantenernos controla­dos. Les grité que eran unos cobardes, pero eso no los animó a acercarse a Aguijón, y yo miré a derecha e izquierda y vi que a lo largo de toda la fila de Alfredo los conteníamos. Nues­tro muro de escudos era fuerte. Toda aquella práctica en AEthe­lingaeg estaba dando resultados, y para los daneses la batalla se puso cada vez más complicada porque tomaban la inicia­tiva, y para llegar a nosotros tenían que superar los cuerpos de sus propios muertos y heridos. Los hombres no ven dónde pisan en la batalla porque miran al enemigo, y algunos dane­ses tropezaban, otros resbalaban en la lluvia mojada, y cuan­do perdían el equilibrio, atizábamos fuerte, lanzas y espadas como lenguas de serpiente que fabricaban más y más cadáve­res para que el enemigo tropezara.

Los de las tropas de Alfredo éramos buenos. Éramos cons­tantes. Estábamos derrotando a los daneses, pero detrás de nosotros, en la fuerza mayor de Osric, Wessex moría.


Pues el muro de escudos de Osric se había roto.

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